lunes, 9 de abril de 2018

La hija del sepulturero, Joyce Carol Oates

Las novelas de Joyce Carol Oates tienen siempre una sólida base común: la violencia y la mujer. Parece como si para la autora estadounidense ambos conceptos fueran indisolubles y no pudieran existir el uno sin el otro. Sus obras no son un ejercicio de feminismo en el que se reivindica algo, sino que son un minucioso trabajo de exploración del alma humana durante el cual lleva a sus personajes al límite. En su ensayo ¿Por qué escribo sobre violencia?, Oates nos revela que lo que a ella le interesa no son los actos violentos en sí, que explica con tal nivel de detalle sórdido y obsceno que a algunos puede incomodar, sino la reacción de las personas frente a un acto violento, tanto de quienes la ejercen como de quienes la sufren.

La hija del sepulturero (2007) es un libro violento. La vida de Rebecca Schwart/Hazel Jones no es una vida, es una huida siempre hacia adelante por senderos plagados de trampas. La familia Schwart, judíos alemanes que huyen del régimen de Hitler, arriba a Estados Unidos en 1936. El padre, Jacob, un profesor de matemáticas culto e inteligente, se ve obligado a aceptar el único trabajo que le ofrecen: sepulturero en un cementerio de un mísero pueblo, donde tiene que malvivir en una cabaña que carece de las más mínimas condiciones de salubridad junto a su esposa, una pobre mujer sin voz, sus dos hijos varones, unos seres inútiles y agresivos, y su recién nacida hija Rebecca, “una de ellos, una americana”, pues nació a bordo del barco que los trajo a los Estados Unidos en medio de un charco de inmundicia y terror.

La violencia emana del odio, de la ira y del miedo, y Jacob, obsesionado con el trato vejatorio al que es sometido por su condición de inmigrante, se convierte en un ser destructivo que arrastra a toda la familia al caos. Cuando la situación familiar ya no tiene salida, el padre asesina a la madre y después se suicida frente a la joven Rebecca. Ésta, tras un breve periodo acogida en casa de una benévola profesora de su colegio, hace lo único que puede hacer: huir.

Y aquí empieza la carrera sin descanso de Rebecca hacia la nada. Una nada muy parecida a la existencia dura y desarraigada de su infancia, pues la joven huye de un padre agresivo y profundamente herido a los brazos de un marido exactamente igual. Y el miedo vuelve a empezar y la necesidad de huir de nuevo se hace imperativa, pues ahora Rebecca debe proteger lo único que tiene: su hijo Niles, de tres años.

Es en este punto donde aparece Oates con su pluma mágica y observamos atónitos cómo Rebecca Schwart se convierte en Hazel Jones. Una nueva identidad, un nuevo camino y un nuevo sentido a su devenir: el talento innato de su hijo Niles (ahora Zach) para el piano la empuja a levantarse y esforzarse por buscar una vida digna para los dos. Su empeño y su ahínco en no sucumbir ante el odio, el terror y la falta de arraigo emocional con la realidad son magistrales. Y Oates nos lleva como siempre por los rincones de la América más marginal y nos convierte en espectadores de lujo de las vidas de sus protagonistas.